El tejido empresarial español está constituido desde siempre, y mayoritariamente, por pequeña y mediana empresa y de manera muy relevante, empresa familiar. Empresas que han sido fruto del esfuerzo emprendedor del empresario hecho a sí mismo. Que durante la vida de la empresa, mientras él ha estado al frente de la gestión, ha ido, generalmente, reinvirtiendo sus beneficios en la propia compañía pretendiendo con ello su consolidación y crecimiento, dotándola de los recursos financieros necesarios para sobrevivir en mercados cada vez más competitivos.
Siempre durante esa cohabitación fundador-empresario surge una duda existencial para las dos partes que conviven. Duda que se resume en la sempiterna pregunta que todo empresario de esas características se hace llegado el momento de hacer balance de su trayectoria, del momento de su empresa, de la situación del sector en el que compite, y, muy importantemente, de qué sucederá el día en el que ya no esté al frente de la nave y sea preciso el relevo en el timón. Es entonces cuando se plantea si ha llegado el momento de pensar en vender la empresa. Y es, también, cuando, desde esa autointerpelación, se encadenan toda una suerte de interrogantes.
Pretendo traerlos a esta reflexión compartida y trataré de apuntar algún argumento para acercarnos a la comprensión, o no, de todas estas dudas.
La primera, y desde luego verdaderamente importante, es saber, y tener claro, si ¿he de vender mi empresa? situándonos en el contexto antes enunciado, empresario fundador de empresa familiar, es verosímil pensar que nos atenace la idea de creer que abandonamos, que nos rendimos. Que nos agobie una cierta presión procedente de nuestro entorno, familiar y empresarial, derivada del “Que dirán”; ¿Por qué venderá? ¿Estará arruinado?
A continuación nos asaltarán un sinfín de preguntas relacionadas sobre si ¿Existen razones para vender?, a las que nosotros mismos pretenderemos dar la más objetiva respuesta. Volviendo al contexto empresarial de nuestro país, en toda empresa familiar, la cuestión del relevo generacional está, a partir de un momento determinado de la evolución de la compañía y de la edad del fundador, permanentemente encima de la mesa. No es opinión, es estadística, en España, dos tercios de la empresa familiar superan la primera generación y desaparecen en la siguiente. Y siendo esto así desde hace muchas décadas, todavía hoy no se prepara con rigor esa sucesión. A diario podemos conocer a través de los medios de comunicación, los problemas de gobernabilidad de importantes empresas españolas, ya no pymes.
En otro orden de cosas y salvando los problemas intrínsecos relacionados con la propiedad, pueden existir variadas razones para pensar en vender. Una de ellas, entre otras muchas, puede ser la necesidad de nuevas aportaciones de fondos para hacer frente a las exigencias del capital circulante fruto del crecimiento y la expansión. Si el empresario no cuenta con los recursos financieros para ello, es sensato pensar en vender, o abrir el capital de la compañía a terceros que puedan hacerlo, bien directamente, mediante una ampliación de capital, bien indirectamente integrando la empresa en un grupo de mayor dimensión y posibilidades.
Siguiendo avanzando en nuestra particular reflexión, nos asaltará la duda, no menos existencial, de si ¿será un buen momento? Llegaremos a pensar, en una comprensible primera reacción, que no. Que la empresa tiene todavía recorrido por delante y que por qué precipitarse. Por qué no seguir aprovechando ese futuro y esperar a recoger más beneficios antes de dar el paso. Los estudios al respecto dicen que, en la mayoría de los casos, la decisión de vender se toma tarde y que ello tiene su impacto en los elementos clave de la operación, y muy particularmente en la sostenibilidad de las hipótesis de futuro y, derivado de ello, en el valor y el precio. El refranero, que es sabio, ya dice “más vale tarde que nunca”. La decisión más inteligente del empresario, en relación con la salida, o no, de su empresa, es conocer cuando el momento es el idóneo para vender. Y para ello, tendrá que, en primer lugar, ser radicalmente objetivo. Sincero con la realidad de la empresa, del mercado en el que opera, del agotamiento, o no, de su modelo de negocio, de la evolución reciente de las principales magnitudes de gestión, etc.
Si consigue llegar a la conclusión de que puede ser el momento adecuado para plantearse la venta, el interrogante posterior, será preguntarse si ¿está la empresa preparada para ello? Incluso, también, si el sector lo pudiera estar. Si está en crecimiento o en contracción. Lo primero hará más fácil la salida. Lo segundo puede significar que efectivamente lo hacemos tarde.
Desde la perspectiva interna, propia de la realidad de la empresa, hemos de tener claro que la empresa es autónoma del fundador, en su evolución y desarrollo. La empresa que no es capaz de superar la retirada del empresario, de no sobrevivirle, no deja de representar el fracaso de éste. La adecuada, e independiente, estructura organizativa de la empresa garantiza el futuro de la misma y lo contrario el fracaso. En ese mismo contexto, es clave, y determinante, que el equipo directivo también esté preparado para comprender natural la salida del fundador, bien porque se retire, sin más, bien porque proceda a la venta, también lógica, de la empresa. Es muy difícil, lo será en mayor o menor medida en función de quién sea el candidato a adquirirla, llevar a cabo la venta de la empresa con el rechazo y la oposición de los gestores.
¿Y por qué no?, ¿lo está el empresario? En muchas ocasiones, la vanidad nos lleva a creer que el éxito de la aventura empresarial es patrimonio exclusivo del empresario-emprendedor. Hemos de tener claro, lo enunciábamos antes, que el verdadero triunfo de todo empresario es constatar que la empresa funciona igual de bien dirigida por el equipo directivo multidisciplinar. Que sobrevivirá al empresario. Que la ausencia de éste no torcerá el rumbo del crecimiento. En definitiva, que es autónoma y, sobre todo, que aquél no es imprescindible.
Si hemos despejado las dudas que hasta este momento nos hemos ido planteando, entonces estamos en disposición de hacer frente a otras muchas. Como por ejemplo, ¿A quién me dirijo? ¿Quién es el candidato idóneo? Quizá lo más razonable sea pensar en un industrial. En algún competidor no presente en nuestro territorio. Tiene sentido y contribuye a su expansión que le generará valor añadido y ello puede, finalmente, traducirse en interés y, para nosotros, en precio. También podremos considerar la candidatura de un competidor con productos o servicios complementarios de los nuestros. Ello complementará su portfolio y, de nuevo, podrá significar una buena oportunidad para las dos partes, vendedor y comprador. Y por qué no, un competidor foráneo que no esté presente en nuestro país y consecuentemente, le facilitemos su desembarco con una cierta presencia y una masa crítica que le ahorre tiempo en la consecución de sus objetivos de llegar a un nuevo mercado.
Sin embargo, hoy en día, y cada vez con mayor profusión, los eventuales inversores en todo tipo de empresas, pueden ser financieros ajenos al sector pero conscientes de que en él existen oportunidades interesantes para la creación de valor y la capitalización de sus inversiones. Nos referimos a los “Fondos de Inversión”. En estos casos, el hecho de no estar, o conocer profundamente, el sector de actividad de la empresa sobre la que se interesan, confiere una relevancia determinante al equipo directivo, su experiencia, capacitación, estabilidad, etc. El financiero, no sabiendo del día a día del negocio, exigirá, y estará dispuesto a compartir, parte de la rentabilidad que espera obtener de la inversión en la compañía, con su equipo directivo. Apostará por su fidelización.
Llegados hasta aquí, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo vender mi empresa? La experiencia nos dice que la primera reacción de muchos de los empresarios que se encuentran en esta encrucijada es la de pensar que difícilmente nadie sabe más de su empresa, o de su sector, que ellos mismos. Consecuentemente, ello les lleva a convencerse de que no necesitan a nadie para abordar el proceso. Que no precisan de asesores financieros especializados. Craso error. Como en todos los órdenes de la vida, “zapatero a tus zapatos”. Puedes ser un gran empresario pero convertirte en el peor asesor de ti mismo. Los procesos de compraventa de empresas son densos e intensos, largos en su duración, enormemente complicados en su ejecución y, derivado de todo ello, distraen y generan ansiedad. Interna en el empresario y la empresa, lo que puede terminar representando una desatención del día a día y tener reflejo en los resultados de la actividad. Y también externa, en el mercado y nuestros competidores, convirtiéndose en instrumento intencionado para debilitar nuestra posición. El asesor, un buen asesor, se convierte en pieza clave del proceso. Facilitará el trabajo permitiendo ello no consumir recursos propios de la empresa, auxiliará y apoyará al empresario dándole confort en cada una de las fases del proceso. En ese escenario, la confidencialidad y la discreción se hacen verdaderamente imprescindibles. Ni dentro de la “Casa”, ni fuera de ella, se ha de hablar de la venta de la compañía. Mucho del éxito final de la operación radicará en esa cuestión.
Si finalmente hemos decidido dar el paso, hemos de estar dispuestos, y preparados, para facilitar cuanta información nos solicite el interesado en la operación. Nadie compra, y de hacerlo, nos sería un buen síntoma, sin saber lo que compra. En consecuencia, nos demandará información, de muy distinta naturaleza, que le permita conocer todo aquello que le permita posicionarse en la compañía, en sus negocios, mercados, estructura, equipo humano y, sin duda en sus magnitudes económico-financieras. La transparencia es clave. No tiene sentido hacerse trampas en el “solitario”. Nos terminará pasando factura a lo largo del proceso. Bien siendo descubiertas a lo largo del mismo; bien terminando siendo, tras el cierre de la operación, contingencias que representarán responsabilidades e indemnizaciones futuras.
Todo sigue su curso, y se llega al cierre de la transacción. Es decir estamos dispuestos a vender y el inversor interesado en comprar. Entramos en la siempre complicada disquisición del valor y el precio de la empresa. Todo empresario, y el titular de una pyme o de una empresa familiar más, tiene, desde muchos años atrás, “in mente” el precio por el que vendería su empresa llegado el momento. Es su precio. Tenga o no que ver con el valor de ella. Es el precio de su intuición, de la expectativa generada desde hace años. En general, en muy pocas ocasiones, esa expectativa se corresponde con el valor real de la empresa. El papel del asesor es también, en ese momento muy importante para hacer ver, y saber explicar, a su cliente la diferencia entre valor y precio. Las empresas se valoran, principalmente, por su capacidad de generar recursos en el futuro, y por otro sinfín de variables imposibles siquiera de enunciar en este momento. En ese contexto de capacidad de generación de recursos, el papel lo aguanta todo y las proyecciones suelen moldearse en función de la expectativa de precio, sean sostenibles aquellas o no. Es entonces cuando surge la corresponsabilidad de esos objetivos que justifican el precio al que el vendedor aspira. Es el momento de apostar por lo que decimos que va a suceder. De que nos puedan exigir acompañar en la transición para acreditar que esas estimaciones se convierten en realidad; de asumir riesgos en forma de earn-outs; de aceptar fraccionamiento en el pago del precio y condicionarlo al cumplimiento o no de esas previsiones. Un buen precio, objetivo, aun cuando no se ajuste a nuestra expectativa original, siempre será una oportunidad mejor que un no-precio o una no-venta.
José María Pinedo y de Noriega, Socio Director Auren Corporate